Carta de Oscar Castelucci

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En el día Nacional de órganos, RedVidaNoticias.com, quiere aportar conciencia sobre este tema con una carta* de Oscar Castelucci, ejemplo de solidaridad y amor.

Quiero compartir con ustedes una historia de vida, de mi vida, de mi vida familiar.

Una historia que se inicia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un domingo 23 de octubre de 2005. Un día de elecciones nacionales. Se renovaba la mitad de los diputados nacionales y un tercio de los senadores. Nos tocó votar, con Martín, mi hijo menor, en la misma escuela. Fuimos juntos. Martín había cumplido 19 años hacía apenas 4 días. Era la primera vez que votaba (y no sabíamos que sería la última). Charlamos durante el camino. Tuvimos que esperar para votar, había bastante gente. Cuando entramos, vimos las mesas que pone el INCUCAI para procurar donadores de órganos. Hablamos del tema. Sin prejuicios. Yo compartía la idea de ser donante. Descubrí que Martín también. Pero él fue más allá, hizo una reflexión de la que no me iba a poder olvidar nunca (por lo que sobrevino después, claro). Me dijo que era una lástima que no se hablara más del tema, porque todos tenían que ser donantes. Me dijo también que, aunque a nadie le gustaba hablar de la muerte, cuando llegaba esa hora el cuerpo se transformaba en un objeto, y que había que ser muy egoísta, casi miserable, para negarle a alguien un objeto que le permitiera a ese otro ni más ni menos que vivir, o mejorar mucho su calidad de vida. Martín tenía 19 años (muchos no se dan cuenta de que de los jóvenes también se pueden aprender cosas: sólo hay que saber escucharlos). Esa charla quedó ahí, hablamos de otras cosas, pero no las recuerdo.

El 3 de diciembre de 2006 Martín fue a bailar, a divertirse con un grupo de amigos y amigas del barrio. Fueron a “La casona”, de Lanús. Un boliche donde, todos lo sabían, se discriminaba indiscriminadamente (seguro que los chicos saben bien de qué estoy hablando). A uno de los amigos de Martín, a Nahuel, no lo dejaron entrar (simplemente porque era morochito). Martín, que pudo haberlo hecho, no entró con los demás: se quedó con Nahuel. Esperaron un largo rato, en una cola “de segunda selección” (donde el único rubio de clase media era Martín). Cuando reabrieron el ingreso, Martín “pasó”, pero a Nahuel lo rebotaron de nuevo. Martín quiso volverse para buscar a Nahuel (los otros pibes entraban apurados porque empezaba a tocar la banda). Un “patovica” lo increpó. Lo empujó. Lo agarró de la oreja y tiró fuerte para abajo. “¿Qué hacés, hijo de p…?” le llegó a decir Martín dolorido. Y acto seguido el patovica (que era boxeador) le pegó un par de brutales trompadas en la cabeza. Martín cayó al piso, inconsciente. Los del boliche y los dos policías que estaban ahí simplemente lo arrastraron unos metros para que los demás pudieran seguir entrando.

Martín estuvo tres días en coma. El miércoles 6 falleció de muerte cerebral. Estábamos desolados, golpeados, en el peor momento de nuestra vida (mi esposa, mis otros tres hijos, y yo), en el momento más duro que nadie merece ni puede imaginar. El mundo se nos derrumbaba, y en el momento de ese desmoronamiento, me acordé de aquella charla con Martín. Fue como un haz de luz, un relámpago. En la misma clínica, ahí, al lado de Martín, decidimos -además de por nuestras convicciones- para respetar lo que Martín pensaba, concretar la donación de sus órganos, de todo lo que pudiera utilizarse de su cuerpo. De ese cuerpo, que él mismo nos lo había dicho, se había transformado en un objeto, y que, como él nos había enseñado, no teníamos que ser egoístas como para negárselo a quien lo necesitara para vivir.

Fue dificilísimo decidirlo, y a la vez muy fácil, porque en ese mismo momento supimos que íbamos a participar del milagro de la vida. Gracias a Martín, otros tendrían la posibilidad de vivir. Y fue sencillamente así: con los órganos que Martín pudo donar (riñones, hígado, válvulas aórticas) 7 personas (tres adultos, cuatro chicos), algunas de las cuales casi agonizaban, se salvaron, y otros pudieron mejorar extraordinariamente su calidad de vida. Saberlo, para nosotros, fue reparador, y le dio sentido a lo que no podíamos comprender: la muerte de un hijo, de un hermano.

Pero no quiero que esta historia los entristezca, todo lo contrario, quiero fortalecerlos en una idea, por eso necesito también compartir con ustedes un momento singular de lo que nos tocó vivir, porque la vida, esa vida que nos había golpeado de manera tan brutal, nos devolvió una caricia después de tanto dolor: dos de los receptores de los órganos de Martín nos buscaron y nos encontraron y los conocimos: el caso de Martín, su asesinato, había ocupado mucho espacio en los medios, y si bien el INCUCAI establece la confidencialidad de datos del donante, el receptor sabe el sexo y la edad de quien ha donado los órganos. Esa información, más la notoriedad del hecho, permitió, asociándolos, que Bibiana, que había recibido uno de sus riñones, y Julio, el hígado, llegaran hasta nosotros.

Fue terriblemente impactante conocerlos (a Bibiana, poco después del trasplante, y a Julio, por esos caprichos de la vida, cinco años después), y saber que en ellos había una parte material de Martín, ésa que les había permitido vivir, nos emocionó mucho, y nos ratificó que habíamos actuado bien y que valía la pena haber tomado la decisión de la donación de órganos. Nosotros tuvimos allí, materialmente, ante nuestros ojos, el resultado positivo de nuestra decisión: la continuidad de la vida.

Con Julio, a pesar de que vive en Tucumán, establecimos un vínculo de amistad y estamos en contacto. Lo que más nos conmovió es que después del trasplante, Julio tuvo una hijita, Tiara, que hoy tiene 5 años (y la conocemos y ha venido a visitarnos a nuestra casa).

A muchos periodistas les impactó esta historia, y siempre nos preguntan si cuando lo vemos a Julio, vemos a Martín. Y nosotros siempre les contestamos que no, que cuando vemos a Julio, lo vemos a él, sano, feliz, con su familia, gracias al coraje de Martín.

Quiero decirles, para finalizar, desde tan lejos, pero muy cerquita del corazón de ustedes, que nuestra experiencia de familia de donantes ha sido extraordinaria, que nos ha permitido tener otra mirada de la vida, que nos ha comprometido con ella. Hoy podemos decirles que la vida es algo maravilloso que hay que preservar de cualquier manera.

Lo único que puedo agregarles -a los directivos, a los docentes, a los papás y, sobre todo, a los chicos de esta comunidad educativa-, es que es importante que tomen la decisión de ser donantes: convénzanse, háblenlo en sus casas con sus familias, porque hay muchos que esperan por un gesto de ustedes: hoy hay más de 7600 pacientes que necesitan la donación de un órgano para poder tener la posibilidad de vivir. Les pido, simplemente, que sean capaces de DONAR FELICIDAD.

Suele decirse que la vida valga la pena. Nosotros aprendimos a decir QUE LA PENA VALGA. Y bien que la valdrá si son capaces de decidir pensando en los demás.

Un abrazo afectuoso para todos.

OSCAR, el papá de MARTÍN.

*Carta enviada a la escuela Alfonsina Storni de Puerto Madryn. Chubut